Barbaros

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La nieve flota sobre los árboles desnudos. Esos soplos desesperados de la estación que llega ¿Qué hay para hacer? Una larga lista de pendientes responde desde las esquinas inflamadas del cerebro, mientras los ojos se acostumbran al color del cielo.

Caminas con esa sensación de sordomudez voluntaria que imponen bufandas y gorros. Ves pasar al frente tuyo, con el viento en contra, una mujer compungida que cambiaría el reino de los cielos por haberse quedado esa mañana en casa ¿Cómo funciona esta ciudad? Entre sonidos de sirenas y el de los vagones del tren que se arrastran sobre los durmientes y los hierros de Broadway ¿Qué tienes para leer? ¿Nada? ¿Cómo es posible que un viaje en bus se desarrolle sin ventanas abiertas a la literatura? Que en ese morral con que pasarás el día sólo se amontonen fotocopias de ensayos sobre Almodóvar, Guillermo del Toro, Pierre Bourdieu y Alfonso Reyes?

Somos los bárbaros. Hemos llegado. Nos han abierto las puertas y ahora regimos el universo de la literatura. Nos han dado el espacio y hemos colonizado cada posible esquina literaria con la ceguera de Borges, sus laberintos y su biblioteca. En este autobús repleto, mi sonrisa amable sólo me hace sentirme bien a mí. El paisaje son mujeres sosteniendo la música del día en una mano, comunicándose con espacios privados desde los asientos públicos. Bajo del bus y camino hacia el trabajo sorteando el frío.

Cae la nieve, el viento se la lleva porque aún es demasiado pronto para vestirnos a mediodía de color blanco. Estos meses de Nueva York sólo se pueden entender con sobretodo negro, viendo como se nos cuartea la piel de los nudilllos y se nos reseca la piel del rostro. Llego a mi oficina y saludo a los oficiales que caminan los pasillos de esta gran unidad universitaria llamada College. Tomo de mi bolso una llave cifrada, abro la puerta y la cierro detrás mío.

Es la hora de leer.

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